El repunte migratorio en Canarias suma un nuevo perfil de menores acogidos. Más de una decena de familias se han convertido en padres temporales de niños africanos.
Nau (nombre ficticio) chapotea con sus diminutas botas amarillas. Salta sobre todo los charcos que se han formado en la terraza de su nueva casa y se parte de risa con las salpicaduras. Al fondo, el océano agita la costa de la isla canaria de El Hierro en pleno temporal. El niño chapurrea algo ininteligible y saluda a la cámara. Marisa Febles, una auxiliar administrativa de 52 años, sostiene el móvil orgullosa. “Cuando llegó hace un par de meses no entendía nada, pero poco a poco ya repite palabras en castellano. Ahora dice ‘mami’ y me mira”, cuenta.
El niño tiene un año y medio y es subsahariano. Poco más sabe de él su nueva familia. Solo que hace dos meses llegó a la isla de Tenerife en una patera. Le acompañaba un hombre que dijo ser un familiar, pero las autoridades descubrieron rápido que era falso: Nau estaba solo. Ahora vive en la casa de los Febles, a dos horas y media en barco de donde llegó desamparado.
Los Febles son una de las 350 familias que están inscritas en la bolsa de padres de acogida de la Consejería de Asuntos Sociales del Gobierno de Canarias. Los padres cuidan temporalmente a niños que acaban tutelados por desamparo, abusos o por sus propias necesidades especiales. Ejercen de padres mientras se les busca un hogar adoptivo definitivo o hasta que los niños pueden volver a reunirse con su familia biológica. Suele ser niños nacidos en las islas, pero el repunte migratorio ha traído nuevos menores africanos necesitados de un hogar. En las 745 pateras y cayucos que llegaron el año pasado al archipiélago con 23.000 personas a bordo había cerca de 2.000 niños y adolescentes que viajaban solos. Entre ellos, aparecieron algo más de una decena de críos muy pequeños. Sin padres, sin documentos, sin ninguna pieza con la que encajar su historia.
Marisa Febles gira la cámara hacia el interior de la casa. Se sienta en un sofá, junto a su marido, José Ángel Febles, un policía local de 53 años. El matrimonio comparte apellido, dos hijos de 19 y 15 años, y llevan 10 años recibiendo niños. Eligieron convertirse en la alternativa a los centros de acogida.
Nau es el decimosegundo crío que juguetea en casa de los Febles, pero es el primer niño migrante que acogen. Solo lleva un mes con ellos y ya ha revolucionado sus rutinas. Al principio fue complicado con los dos varones de la casa, a quienes Nau temía acercarse. Ahora, busca constantemente sus carantoñas. Nadia, la hija de 19 años, se lo lleva hasta a las fiestas de cumpleaños de las amigas. El nene, que cubre de besos a quien lo abraza, se convierte en el centro de atención allá donde va. “Nos tiene enamorados”, aseguran.
La acogida de niños en un hogar es prioritaria y más sencilla que con los más mayores. Mientras, los servicios sociales intentan localizar a sus padres o algún pariente y estudian si conviene la reagrupación. Si no da resultado, se busca una familia adoptiva.
Mace, una niña marfileña de ocho años, desembarcó en marzo en el muelle grancanario de Arguineguín sola y hambrienta, y fue enseguida acogida por una familia canaria. Es el caso más mediático. Contó que su madre murió, que su padre vive en Francia, pero quién sabe. No se sabe tampoco cómo y quién la subió en la patera que la llevó a Gran Canaria. Las borrosas historias de otros 12 niños en acogida sugieren que perdieron a sus padres durante el camino. O que las mafias los separaron de sus madres al embarcarlos en la playa. Otros estaban acompañados de personas que, de un día para otro, desaparecieron de sus vidas.
Hace casi un año que Atu (no es su nombre real), una niña nacida en Marruecos de padres guineanos, vive en una casa del cuartel de la Guardia Civil en El Hierro. Juega al patinete y al balón con los hijos de los agentes. La pequeña tiene cuatro años. Llegó en patera a Fuerteventura con una mujer, quizá una tía, que ya no está.
Puede que su madre siga en Marruecos a la espera de embarcarse. Puede que su padre viva en Francia. Son conjeturas que plantean sus padres de acogida, el guardia civil Francisco Sánchez, de 32 años, y la auxiliar administrativa Aleixa Donado, de 33. Atu es la primera niña que reciben. “Cuando llegó, su mirada estaba como apagada, se le notaba tristeza en los ojos, pero ahora le brillan de felicidad”, cuenta Sánchez.
Cuando Sánchez y Donado se inscribieron hace cuatro años en la bolsa, sus familias les dijeron que estaban locos, que se estaban complicando la vida. Ya tenían dos hijos de 5 y 8 años. La llamada tras el desembarco de Atu les pilló por sorpresa, pero estaban decididos. “Nos parecía bonito ayudar a una persona que no tiene prácticamente nada y pensamos que a nuestros hijos les vendría bien saber y valorar lo que otros niños por desgracia no tienen”, explica el padre de acogida.
Esta acogida temporal no es para cualquiera. Las parejas tienen que pasar una formación, pruebas y un acompañamiento para garantizar un entorno adecuado. Los padres deben ser fuertes. Tienen que entender que ese crío al que enseñan a agarrar la cuchara por primera vez, a leer o a curar sus traumas, se marchará más pronto que tarde.
“No me cuesta tolerar esa incertidumbre. Me parece egoísta pensar en mi dolor cuando el niño se marcha”, reflexiona Jorge Ruiz, un psicólogo madrileño de 40 años afincado en Tenerife. Ruiz acoge junto a su esposa, Soledad Cabello, pedagoga de 35 años, a dos pequeños. El primero, canario de ocho años con una leve discapacidad intelectual, vive con ellos desde 2017. La segunda, de Costa Marfil, de nueve años, llegó en noviembre, casi un año después de su desembarco. “Está siendo muy bonito, porque los dos niños están creando un vínculo muy especial. Se ríen, se pelean, se enfadan... Vivimos una montaña rusa de emociones en casa”, cuenta Ruiz. “Es una niña que demanda mucha atención y cariño, pero se ha adaptado muy rápido a nosotros. Es una superviviente”, añade la madre de acogida.
Hace unos días, la familia fue a una playa a 50 kilómetros de su casa. Comieron en McDonalds. Era un plan de lo más normal para la pareja, pero la niña les miró y les dijo: “Este es uno de los días más felices de mi vida”.
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